
¿Por qué no debemos gritar a nuestros hijos?
Estás en la cocina, haciendo la cena, y escuchas como tus dos hijos se pelean en el comedor. Sin pensártelo dos veces te vas hacia allá, sintiendo como la ira se apodera de ti, y en un momento estás gritándoles que se callen. Paran en seco y te miran asustados, y tú te sientes fatal, pues sientes que deberías haber gestionado mejor la situación. ¿Te suena?
¿Por qué gritamos? Que como padres comencemos a gritar puede deberse a muchos motivos, que pueden ir desde estar cansados, tener pocas habilidades de afrontamiento ante los conflictos, estrés o ansiedad, o tener interiorizado un estilo educativo autoritario, por citar algunas.
¿Por qué no es la mejor elección? ¿Qué conseguimos? Básicamente porque las personas no funcionamos bien desde la coacción y el temor. No debemos olvidar que somos el modelo sobre el que nuestros hijos actuarán en el futuro. Si les gritamos les enseñamos que ésta es la forma de afrontar los problemas, en lugar de ayudarles a desarrollar estrategias que serán mucho más útiles cuando sean mayores.
¿Cómo prevenir el reaccionar así? Algunas claves:
- Informándonos de lo que funciona y lo que no. Leamos sobre comportamiento humano, preguntemos a los profesionales. Un conocimiento mayor sobre educación hará que seamos más consciente de todo aquello de debemos mejorar.
- Librándonos de mandatos familiares que hemos ido interiorizando: es muy probable que estemos reproduciendo modelos que hemos vivido en nuestra infancia, pero eso no significa que no podamos cambiarlos y actuar de una forma lógica, de acuerdo con lo que sabemos que conviene más. Que nos gritaran de pequeños no es excusa para hacerlo nosotros ahora.
- Debemos evitar caer en la “tormenta emocional” de la que muchas veces nos dejamos atrapar. Por ejemplo, llegamos a la habitación, donde nuestros dos hijos se están peleando y nos metemos de lleno, gritando también, sintiéndonos fatal después y sin haber logrado, ni arreglar la solución, porque ahora somos 3 gritando en lugar de dos, ni habiéndoles enseñado nada. Se trata de un trabajo que tenemos que hacer con nosotros mismos. Antes de “sumergirse” en el conflicto, mejor tomarse un momento en el que uno se diga “¿realmente me quiero meter en el torbellino?”. Es muy probable que nos respondamos que no, por tanto, mejor tomarse un momento para tomar perspectiva: cierra los ojos e imagínate paseando por una playa en invierno, o en una montaña nevada un día de sol… cualquier imagen que te sugiera paz, y a partir de ahí ve a dar a tus hijos una lección constructiva que les eduque y les enseñe.
- Escuchemos más a nuestros hijos. A veces no escuchamos porque pensamos que sabemos todas las respuestas, pero el comportamiento de nuestros hijos siempre tiene su lógica, aunque a veces no sea la tuya. Por tanto tómate tiempo para escuchar su punto de vista tratando de entenderlo. Si te acusa de tratarlo injustamente no te limites a defenderte, pregúntale por qué lo piensa, quizá está celoso por lo indulgente que eres con su hermano menor, o necesita que le dediques más tiempo.
- Comienza a confiar en la capacidad de decisión de tu hijo. Esto desarrollará su autoestima y seguridad. Si se niega a comer verduras, explícale la necesidad de comerlas y ofrécele dos opciones. Si se quiere ir a dormir más tarde, pregunta por qué y ofrece una opción “como necesitas dormir lo suficiente, hoy te puedes quedar 30 minutos más pero mañana deberás ir a la cama antes, ¿qué prefieres?”
- Observa tus respuestas automáticas. Todos tenemos ciertos patrones de conducta que se nos activan antes determinados estímulos. Si cuando tu hijo molesta a su hermano pequeño le dices siempre: “para”, y él te ignora, y tú se lo repites, y te vuelve a ignorar, la conversación es muy probable que acabe en gritos. Se trata entonces en encontrar el patrón disfuncional en la situación. Siguiendo con el ejemplo anterior, podría ser por ejemplo, en lugar de decírselo cada vez más alto y más enfadado, ir tranquilamente y pedirle su opinión sobre cómo podemos afrontar la situación. Quizá te explique cómo su hermano le está molestando, el caso es hablar y comunicarse de manera efectiva, creando un espacio donde la conversación sea más productiva, a la vez que le enseñamos a buscar soluciones a una situación que para él es incómoda.
La educación, siempre en positivo. Yo entiendo la educación positiva como un estilo parental democrático. Los estudios recientes indican que el estilo parental democrático (aquel que demanda disciplina y control de conducta, pero también suministra afecto, aceptación e interés por el niño, así como sensibilidad por sus necesidades) es el que creará niños más saludables y equilibrados.
Además del estilo democrático, a nivel global tendríamos otros tres estilos de crianza, ninguno de ellos deseable:
- Permisivo: cuando se tiene este estilo, sí que se da afecto, aceptación y apoyo al niño, pero no existe control ni disciplina. Prácticamente no hay exigencias ni retos.
- Autoritario: se caracteriza porque hay un alto nivel de exigencia. Existen normas, se pide disciplina y control de conducta, pero el afecto está controlado. Existe distanciamiento emocional, en los casos más acusados incluso hostilidad y rechazo.
- Indiferente o negligente. No existen exigencias, normas, control ni retos, y al igual que en el caso anterior tampoco se explicita el afecto al niño, ni recibe interés por sus necesidades o sensibilidad hacia sus problemas.El estilo educativo que tengamos con nuestros hijos resulta clave en el desarrollo evolutivo de los mismos, y se relaciona (cuando se trata de estilos autoritarios, permisivos o indiferentes) tanto con problemas internalizantes del niño, como puedan ser ansiedad, y miedos que no entran dentro de la normalidad en la evolución, como externalizantes, como por ejemplo conductas de oposición, agresividad o carencias en las estrategias de afrontamiento o en las competencias sociales
¿Debo recompensarle? La recompensa y los castigos serían las dos caras de la misma moneda. Ya que se liga el cumplimiento de las obligaciones con una regulación externa de la conducta, no educando en la autodisciplina y la autoregulación. Se ha demostrado que incluso disminuyen la motivación de los niños, pues de manera implícita perciben la tarea a hacer como aburrida e impuesta desde el exterior. El mensaje “después de media hora haciendo los deberes podrás ver la tele” conlleva el mensaje que hacer los deberes es una actividad horrible y un requisito para poder hacer finalmente la que realmente nos gusta. ¿Qué sería lo ideal? Ayudarles a motivarse hacia el aprendizaje como fin en sí mismo.
Las recompensas no solamente acaban con el interés intrínseco de las tareas, sino que disminuyen la creatividad, pues se realizan de manera más automática, al buscar un fin externo a ellas, y no solo eso, parece ser que acaban con los valores: existen estudios que demuestran que los niños que reciben frecuentemente recompensas de sus padres por realizar las tareas, son menos generosos que otros que no.
Otro problema añadido sería la adicción a las mismas. Quizá cuando son muy pequeños con pegatinas estarán contentos, pero con el paso de los años, estaremos obligados a utilizar bienes más caros y más frecuentemente para conseguir la conducta deseada.
En casos excepcionales, cuando se ha conseguido un logro que conlleva mucho esfuerzo podemos recompensar el esfuerzo, preferiblemente a posteriori. La idea es que la educación debe ir hacia la propia capacidad de estimulación, para que el día de mañana sean personas que sepan automotivarse y regularse ante los esfuerzos.
A la hora de reprender, nunca debe resultar humillante, debe utilizarse de manera racional, enseñando que las conductas negativas tienen consecuencias. Debe enfocarse como un acuerdo. Si por ejemplo a causa de malas notas limitamos la tv, debe darse previamente una conversación en la que el niño llegue a la conclusión de las causas del suspenso, y de qué puede hacerse para que no vuelva a suceder. Por tanto, cuando reprendemos por una mala conducta, si ésta tiene consecuencias, deben ser tener relación con la conducta y a la inversa, ante una buena conducta podemos premiar (intentando siempre que sea de manera inmaterial), por ejemplo llevándole a ver una película al cine.
Los patrones de conducta no se cambian de un día para otro. Hay que mantener la atención constantemente. Por un lado se trata de una respuesta automatizada que hay que cambiar, y por el otro, los niños son maravillosos, pero ponen a prueba la paciencia de sus papás diariamente. La recompensa vale la pena, ya que significa sentirse en control de la situación, percibiendo las peleas como más manejables y a uno mismo, como padre de una manera mucho más competente y educativa.